“Y ahora nuestra alma se seca; pues nada sino este maná ven nuestros ojos”, Núm. 11:6
Cuando el pueblo de Israel caminaba por el desierto comenzaron a quejarse por la falta de carne y de alimentos recordando la vida que habían dejado en Egipto. Seguro que debió haber sido difícil el largo viaje por el desierto, teniendo sólo un horizonte interminable alrededor y la duda de no saber si la dirección en la que caminaban era la correcta. Con un cielo abierto por techo, con una tierra ardiente por patria, la prueba del desierto se volvía más dura cada día y el pueblo de Dios comenzó a añorar su tiempo como esclavos en Egipto. Aun así, cada día, Dios enviaba en medio de este desierto el maná, que era una especie de semilla que el pueblo molía y cocía para luego hacer tortas y poderse alimentar. Su sabor era como de aceite nuevo. No obstante el pueblo lloraba por carne.
Muchos de nosotros debemos recorrer desiertos a lo largo de nuestras vidas, algunos más largos que otros, algunos más difíciles y accidentados que otros, pero todos con un final y un propósito. El Señor permite estas pruebas por razones que sólo Él conoce, pero en medio de ellas muchas veces nos olvidamos del alimento divino que Dios cada día nos provee: su Palabra, la oración, el perdón, la comunión con la familia, etc.; todo esto tiene sabor a aceite nuevo. Aún en medio del desierto Dios tiene misericordias nuevas para nosotros cada día. El pueblo de Israel añoraba las cosas que disfrutaron estando en esclavitud, en vez de anhelar la leche y la miel que Dios les había prometido después del desierto. Si ponemos nuestro corazón en las cosas que disfrutábamos ayer y deseamos nutrir nuestra alma con eso, ésta se comenzará a secar. El pueblo de Israel se lamentaba: ¿quién nos diera a comer carne? Una súplica que ni siquiera estaba dirigida al Señor. Nosotros debemos ser diferentes, debemos decir en medio del desierto:
¡Señor, mi alma se llena y se regocija, porque nada sino este hermoso maná ven mis ojos!
Cuando el pueblo de Israel caminaba por el desierto comenzaron a quejarse por la falta de carne y de alimentos recordando la vida que habían dejado en Egipto. Seguro que debió haber sido difícil el largo viaje por el desierto, teniendo sólo un horizonte interminable alrededor y la duda de no saber si la dirección en la que caminaban era la correcta. Con un cielo abierto por techo, con una tierra ardiente por patria, la prueba del desierto se volvía más dura cada día y el pueblo de Dios comenzó a añorar su tiempo como esclavos en Egipto. Aun así, cada día, Dios enviaba en medio de este desierto el maná, que era una especie de semilla que el pueblo molía y cocía para luego hacer tortas y poderse alimentar. Su sabor era como de aceite nuevo. No obstante el pueblo lloraba por carne.
Muchos de nosotros debemos recorrer desiertos a lo largo de nuestras vidas, algunos más largos que otros, algunos más difíciles y accidentados que otros, pero todos con un final y un propósito. El Señor permite estas pruebas por razones que sólo Él conoce, pero en medio de ellas muchas veces nos olvidamos del alimento divino que Dios cada día nos provee: su Palabra, la oración, el perdón, la comunión con la familia, etc.; todo esto tiene sabor a aceite nuevo. Aún en medio del desierto Dios tiene misericordias nuevas para nosotros cada día. El pueblo de Israel añoraba las cosas que disfrutaron estando en esclavitud, en vez de anhelar la leche y la miel que Dios les había prometido después del desierto. Si ponemos nuestro corazón en las cosas que disfrutábamos ayer y deseamos nutrir nuestra alma con eso, ésta se comenzará a secar. El pueblo de Israel se lamentaba: ¿quién nos diera a comer carne? Una súplica que ni siquiera estaba dirigida al Señor. Nosotros debemos ser diferentes, debemos decir en medio del desierto:
¡Señor, mi alma se llena y se regocija, porque nada sino este hermoso maná ven mis ojos!