“Él nos libró del dominio de la oscuridad y nos trasladó al reino de su amado Hijo, en quien tenemos redención, el perdón de pecados”, Colosenses 1:13-14
El 5 de agosto la mina de San José, en Copiapó, Chile se derrumbó. A 662 metros bajo la superficie estaban treinta y tres mineros. Tras el derrumbe todos suponían lo peor. Doce días después, mientras se estaban haciendo las primeras perforaciones buscando los cadáveres, encontraron señales de vida. Milagrosamente los 33 mineros se habían refugiado en el taller, una zona de resguardo y seguridad. Eso les salvó la vida. Desde entonces comenzaron los trabajos de rescate y la perforación de la dura roca con metodología de la NASA, mientras la asistencia médica, psicológica y humanitaria trataba de mantener a los mineros controlados y estables.
Más de 70 días vivieron en la cueva, sin contacto con el sol. Perdieron la orientación del día y de la noche, la noción del tiempo, perdieron la conciencia de la realidad, los ojos se acostumbraron a la penumbra, los ritmos del cuerpo se adaptaron a esa situación de rigor, la convivencia era áspera, se cambiaron los códigos de conducta, se aceptaron acciones que en la superficie eran impensables. Y sobrevivieron. Por eso tomaron tantos cuidados al rescatarlos. La principal preocupación era que la subida no fuera traumática y que el efecto de la luz no les impactara negativamente.
El cambio fue absoluto. Pasaron de la oscuridad y humedad de la mina a la frescura, luminosidad y amplitud de la planicie. El reencuentro con las familias, los amigos, las cámaras de televisión, los regresaron a la realidad. Sólo quien sale de la oscuridad más absoluta puede disfrutar con plenitud de las ventajas de la luz. Es el mismo beneficio que nos dio Jesucristo cuando nos salvó. Vivíamos en un reino de oscuridad y habíamos perdido la conciencia. Y con su muerte en la cruz, Cristo nos rescató del hoyo donde vivíamos pensando que estábamos bien. Nos cambió la realidad, nos abrió la visión a una realidad luminosa y espiritual. Le dio sentido a la vida y nos liberó.
El 5 de agosto la mina de San José, en Copiapó, Chile se derrumbó. A 662 metros bajo la superficie estaban treinta y tres mineros. Tras el derrumbe todos suponían lo peor. Doce días después, mientras se estaban haciendo las primeras perforaciones buscando los cadáveres, encontraron señales de vida. Milagrosamente los 33 mineros se habían refugiado en el taller, una zona de resguardo y seguridad. Eso les salvó la vida. Desde entonces comenzaron los trabajos de rescate y la perforación de la dura roca con metodología de la NASA, mientras la asistencia médica, psicológica y humanitaria trataba de mantener a los mineros controlados y estables.
Más de 70 días vivieron en la cueva, sin contacto con el sol. Perdieron la orientación del día y de la noche, la noción del tiempo, perdieron la conciencia de la realidad, los ojos se acostumbraron a la penumbra, los ritmos del cuerpo se adaptaron a esa situación de rigor, la convivencia era áspera, se cambiaron los códigos de conducta, se aceptaron acciones que en la superficie eran impensables. Y sobrevivieron. Por eso tomaron tantos cuidados al rescatarlos. La principal preocupación era que la subida no fuera traumática y que el efecto de la luz no les impactara negativamente.
El cambio fue absoluto. Pasaron de la oscuridad y humedad de la mina a la frescura, luminosidad y amplitud de la planicie. El reencuentro con las familias, los amigos, las cámaras de televisión, los regresaron a la realidad. Sólo quien sale de la oscuridad más absoluta puede disfrutar con plenitud de las ventajas de la luz. Es el mismo beneficio que nos dio Jesucristo cuando nos salvó. Vivíamos en un reino de oscuridad y habíamos perdido la conciencia. Y con su muerte en la cruz, Cristo nos rescató del hoyo donde vivíamos pensando que estábamos bien. Nos cambió la realidad, nos abrió la visión a una realidad luminosa y espiritual. Le dio sentido a la vida y nos liberó.